El Alzheimer es una enfermedad neurodegenerativa que puede afectar a cualquier persona. Asociada a la edad, tradicionalmente ha sido considerada como una enfermedad propia del envejecimiento, pero el tiempo ha venido a demostrar que esto no es exactamente así: la edad es probablemente el principal factor de riesgo de contraer una enfermedad que, sin embargo, afecta también a colectivos más jóvenes de la población.
En torno al 10% de los casos se corresponden con los denominados “enfermos jóvenes”, es decir, aquellos que cuentan con una edad inferior a los 65 años, habiéndose incluso diagnosticado (de manera extraordinaria) la enfermedad en personas de poco más de 35 años.
Estamos ante una enfermedad que, a diferencia de otras, no se puede prevenir, no tiene tratamiento eficaz y, en consecuencia, no tiene cura; ni siquiera, lamentablemente, se puede “cronificar”. Afecta a quien la sufre directamente, el paciente que experimenta un progresivo deterioro de sus capacidades; y también a quien cuida y atiende al paciente, es decir, la familia, que padece un progresivo peregrinar en un camino que solo tiene un destino. Por tanto, es un problema socio-sanitario que padecen hoy más de 6 millones de personas en España, de acuerdo a unos índices de prevalencia que establecen que en torno al 7% de los mayores de 65 años se ven afectados, porcentaje que se eleva hasta el 50% para la franja de más de 80 años, lo que equivale a que más de 1,5 millones de personas, en España, sufren directamente la enfermedad.
Ningún país, y España tampoco es una excepción, está preparado para afrontar este problema, que se convierte en un reto, en una prioridad socio-sanitaria si se tiene en cuenta el coste que representa atender a una persona con Alzheimer. Más de 31.000 euros al año por término medio, asumidos en su mayor parte por la propia familia. Si este indicador se aplica al conjunto de familias afectadas, la cifra supera los 50.000 millones de euros anuales, en España.
Pero el Alzheimer, además de sus síntomas clínicos, genera otros no ya en el paciente, sino en la propia familia y, más en concreto, en el cuidador principal: problemas médico-físicos, psicológicos, sociales, laborales…, que tienen difícil cuantificación. Y este panorama se va a ver duplicado en los próximos años debido a la cada vez mayor esperanza de vida de la población y a la consolidación del fenómeno conocido como “el envejecimiento del envejecimiento”. La única herramienta que existe para poder frenar la imparable evolución del Alzheimer radica en la investigación, en todas sus modalidades o facetas: básica, clínica, psicosocial. Son muchos los profesionales que dedican sus esfuerzos a avanzar en el diagnóstico, el tratamiento y la cura de esta enfermedad. El reto al que se enfrentan es importante: lograr la solución a un problema del que se desconocen sus causas.
Los obstáculos también son grandes, derivados, en su mayoría de la situación de crisis económica, pero también de “preferencias” en investigación. Alzheimer’s Disease International, en su Informe Mundial sobre Alzheimer publicado en 2010 apuntaba a que los mayores esfuerzos inversores se correlacionan directamente con la gravedad de las enfermedades discapacitantes; además, establecía la comparativa, en este sentido, señalando que se invierte 30 veces más en investigación sobre el cáncer y 15 veces más en investigación sobre enfermedades cardiovasculares. En este contexto, es difícil —por no decir imposible— que la investigación para esta “lacra del siglo XXI” que es el Alzheimer pueda alcanzar los objetivos que persigue. Pero, aún reconociendo la importancia de la investigación, el conocimiento y la experiencia que han generado los últimos años, llevan a formularse una pregunta políticamente incorrecta: qué es lo verdaderamente importante: ¿encontrar la solución a este problema? o ¿“ser yo”quien la encuentre? Constantemente los medios de comunicación se hacen eco de numerosas noticias sobre investigaciones, aparecen numerosas publicaciones, muchas veces repetidas que evidencian una descoordinación de las diferentes líneas de investigación, no solo en España, sino a nivel mundial. Sería importante observar la comunicación de la Comisión Europea cuando apuesta por una “investigación paneuropea” que permita racionalizar y optimizar los escasos recursos disponibles en aras de acercarse un poco más a la solución que persigue. Y la realidad es que mientras la incidencia de la enfermedad aumenta a unos niveles y a un ritmo imparable, los efectos de la investigación no están en consonancia con los efectos que tiene que tratar. Por ello, es fundamental seguir apostando por la investigación, tanto la pública como la privada, animando a invertir a las Administraciones y a las empresas con el convencimiento de que la inversión de hoy será el ahorro del mañana. Y no solo en términos económicos, sino en la mejora de las condiciones y calidad de vida de esos más de 6 millones de personas que conviven hoy con el Alzheimer en España.
Texto: Koldo Aulestia Urrutia
Fuente: El Alzheimer en España-Imserso